sábado, 21 de diciembre de 2013

EL GENIO DE LA BOTELLA

EL GENIO DE LA BOTELLA

A Roberto le faltaba muy poco para cumplir años. Unos cuantos. Su sueño siempre había sido el mismo. Le apasionaba el tiro al blanco y su deseo mayor habría sido llegar a ser un buen tirador. Las vueltas de la vida no le habían permitido concretarlo.
Siendo joven había rendido las condiciones de tiro y con los viejos máuseres no le había ido tan mal. El tío tenía una carabina del 22 y las veces que se la prestaba le encantaba tirar al blanco y lo hacía con eficacia. No le gustaba la caza. No le parecía honesto matar o herir a un animal por el simple hecho de enaltecer su ego, y por otro lado le resultaba extremadamente cobarde aprovecharse de la inocencia del animal que era agredido a la distancia y a escondidas. SÍ, le apasionaba el tiro de competición. Admiraba a esos tiradores capaces de hacer un centro a las distancias más increíbles, calculando el recorrido, el viento, la curva del disparo y no sé cuántas cosas más.
Nunca había tenido el tiempo ni el dinero para darse el gusto.
Había dedicado su vida en beneficio de su familia. Todo lo que hacía era en busca de que cada uno de ellos estuviera siempre un poco mejor. ¿El? El no importaba, se conformaba con poco y ver feliz a su familia era su mejor recompensa.
Ahora se había retirado, sus hijos estaban grandes, cada uno había formado su familia y cada día lo necesitaban menos. Su esposa lo acompañaba, pero como quien acompaña a un mueble. La rutina de tantos años los había transformado en cosas. Sabía que cualquiera de los dos iba a estar si hacía falta, pero en el transcurso de los días era como si no existieran. Cada cual vivía su vida siguiendo un esquema que se había ido armando con el correr del tiempo y el tratar de alterarlo podía producir una reacción, de la otra parte, no deseable o lo que era peor aun recibir como respuesta la indiferencia.
Y así transcurrían sus horas. Sin novedad en el frente. Una tras otra las jornadas desfilaban hasta que el tanque se quedara sin combustible.
Le habían quedado muchas cosas en el tintero, algunas posibles y otras simplemente sueños que nunca se cumplirían. Lo entendía y lo aceptaba. Se entretenía con la computadora, a veces escribía cosas que luego borraba y la mayor parte de su tiempo la pasaba mirando televisión.
Tal vez ese fuera el mayor problema. Generalmente veía los noticieros. Y se amargaba. Las noticias eran cada día más desalentadoras y comprendía que la posibilidad de un cambio resultaba imposible. No era capaz de odiar, nunca había experimentado ese sentimiento, aún hacia aquellos que había procurado hacerle daño. Sin embargo, cuando oía a los políticos repetir una y otra vez las mismas mentiras que había venido escuchando a lo largo de toda su larga vida. Peor aun, cuando veía que el actual mandatario, empleado de turno, iba armando un aparato despótico, destructivo y sin retorno, pero que le iba a servir para mantenerse en el poder, algo muy parecido al odio iba creciendo dentro de él.
No sé si era odio. Con seguridad era una mezcla de furia con impotencia. Sabía cual era el camino pero también sabía que él no podía hacer nada.
Allí comenzó la utopía. Una idea loca se le fue ocurriendo. Digo se le fue ocurriendo porque no surgió de golpe. Cada paso, cada acto, cada dislate, lo fue llevando progresivamente a la idea razonada (y lógica). Una idea que él sabía que era solo una expresión de deseos y que nunca la podría llevar a cabo. Pero disfrutaba imaginando que podía ser posible. Se decía a si mismo “si en este momento apareciese un duende de esos que suelen estar encerrados en una botella, y me ofreciera concederme un solo deseo, uno solito, lo que le pediría es que me convirtiera en un franco tirador. De esos que a 1500 mts. (Quince cuadras) son capaces de dar en un blanco pequeño como la cabeza de un presidente. ¡Que feliz sería! ¡Pun! Y al diablo con los corruptos, con los delincuentes, con los inmorales. A esa distancia no te agarra nadie. Y los que vengan detrás sabrían que alguien los vigila y en cuanto den un paso en falso ¡Pum! Y a otra cosa… ¡Que lindo sería”.
Y se lo repetía una y otra vez. Pero él sabía de tantas cosas que no se pueden llevar a cabo en la vida que una más no tenía importancia.
Sin embargo, como dice la canción, “la vida te da sorpresas”.
Habíamos dicho que estaba por cumplir años y sus hijos le habían preparado algo inesperado.
Sabedores de la afición de su padre por el tiro al blanco le habían comprado un rifle del 22 y una suscripción para un polígono de tiro privado, para que pudiera darse el gusto de practicar su deporte favorito. “El viejo se lo merecía”.
Cuando recibió el presente se sorprendió. Lo que menos había pensado era en él y no se le hubiera nunca ocurrido pensar que alguien, a la inversa, se había preocupado por sus cosas. Se emocionó hasta las lágrimas “Pucha… ya me estoy poniendo viejo”.
Luego pensó que le había llegado tarde. Ya no estaba para esas cosas. Pero lentamente fue examinando la posibilidad. El sitio de práctica no estaba lejos y era una de las formas de romper la rutina. Casi, diríamos, que volvió a sentir el entusiasmo de la juventud.
Su mujer lo apoyó para que se decidiera. Tal vez para sacárselo de encima un rato, tal vez por que la abrumaba verlo pasivamente ir envejeciendo y dejar que la vida transcurriera. Como si ya se hubiera entregado
El asunto fue que una mañana, metió el ama en su funda, y aun con dudas, decidió probar.
Llegó al polígono y se sorprendió por el buen recibimiento. En general el individuo que llega a manejar el poder de un arma suele ser extremadamente tranquilo, controlado y amable.
Lo guiaron en sus primeros pasos y muy pronto formaba parte de la familia de tiradores. Se reunían en la confitería y mientras tomaban un café charlaban sobre los distintos calibres, las marcas, los alcances y todo lo concerniente a ese deporte.
Resultó ser un buen tirador. Hasta participó en varios torneos locales consiguiendo algunos logros. Realmente no desentonaba y se sentía bien. Renovado.
Esto incidía familiarmente ya que su carácter, de por sí manso y conciliador, ahora se complementaba con una jovialidad que hacía rato no mostraba.
Decía que se había incorporado al grupo de tiradores y fue justamente allí que conoció a Remigio, más específicamente Remigio Gómez Alzaga.
Delgado, no aparentaba la edad que decía tener, y con un nivel cultural que producía placer el intercambiar ideas o informaciones con el.
Sus charlas se prolongaban, a veces, más allá de las reuniones habituales con los otros tiradores. Se quedaba conversando sobre armas, pero muchas veces derivaban hacia el arte, la vida actual y, por qué no, la política.
En una de esas charlas informales fue que Roberto le mencionó, un poco en serio y un mucho en broma, la idea que había tenido, de llegar a ser un franco tirador.
Pensó que el otro iba a reírse de su ocurrencia. Sin embargo éste lo miro un largo rato, en silencio, como si estuviera recorriendo viejos recuerdos. Se paró de pronto y suavemente deslizó “Quien sabe…” Se levantó y sin despedirse se fue caminando despacio. Recién notó que su circunstancial amigo tenía una leve cojera.
Remigio no apareció por el club durante varios días. Lo extrañaba, realmente lo extrañaba, pero había aprendido que la vida no es como uno quisiera. No entendía muy bien que había pasado la última vez que conversaron. Ese silencio, la ida brusca sin explicaciones y ahora la desaparición. ¿Habría cometido algún error? ¿Había mencionado algo que no debía? Se distrajo disparando con su rifle y le llamó la atención que en esos días no erró un solo tiro. ¿La bronca, la angustia? Vaya uno a saber.
Se volvió a reunir con los colegas del tiro. Volvió a tomar el cafecito y la charla superficial de todos los días. Pero  no podía sacarse la idea de la cabeza. Tenía la imagen de Remigio caminando lentamente hacia la salida de la confitería.
Algo lo intrigaba. Cuando ya tenían cierta confianza Roberto le había pasado su celular. En cambio Remigio le había explicado que él no tenía teléfono. No solamente carecía de celular sino que tampoco tenía uno de línea. Roberto pensó que no le quería dar el número así que no insistió.
El problema era que ahora que no lo veía, no sabía si le había pasado algo o si lo necesitaba, y no tenía como comunicarse. Tal vez por eso mismo se sorprendió cuando esa mañana sonó su celular y del otro lado Remigio lo estaba llamando.
Le dijo que lo quería sorprender y lo esperaba muy temprano en el polígono. Pero no en el stand de siempre sino en uno al que muy poca gente concurría. Podríamos decir que estaba casi abandonado. Era el lugar donde se practicaba el tiro de precisión. El más complicado. Muy de vez en cuando lo usaban los expertos. Esos que competían a nivel internacional.
Roberto trató de preguntarle pero la llamada había terminado. No comprendió muy bien pero decidió acudir a la sita.
Acostumbraba a ser puntual, de tal manera que llegó a la hora que el otro le había fijado. Era muy temprano y en el club apenas si estaba el encargado del bar y algunos de mantenimiento. Los socios comenzarían a llegar dos o tres horas más tarde.
¿Qué quería este loco? Roberto estaba intrigado.
Caminó apuradamente hacia el extremo del polígono. Sus pasos crujían en la grava del camino. El sitio no estaba bien cuidado. Prácticamente nadie lo usaba.
Cuando llegó, Remigio lo estaba esperando.
Lo saludó e iba a preguntarle que le había pasado pero su amigo no lo dejó seguir. Simplemente tomo una valija que había traído consigo y la abrió cuidadosamente.
Roberto quedó con la boca abierta. La sorpresa no le permitió articular palabra. Todas las preguntas murieron antes de nacer.
Igual que en las películas del 007 que había visto, cada cosa ocupando su lugar, había un arma que por su apariencia era de extremada potencia. Una mira telescópica completaba el conjunto.
Roberto no entendía muy bien lo que estaba viendo pero comprendió que la cosa no era un chiste.
Remigio fue tomando las partes y con una seguridad de un experto las fue ensamblando hasta que el arma apareció en sus manos enorme, amenazante.

No dijo nada y esperó.
Remigio habló rápida y quedamente.
¿Querías ser francotirador? Bien ¿Estás dispuesto a aprender? Ni una pregunta, sólo concentración ¿De acuerdo?
Tomo el arma, la colocó en posición y enfocando con la mira telescópica efectuó un disparo. El arma exhaló un sonido sordo y apenas si se movió. Luego le alcanzó unos binoculares y Roberto supo que tenía que mirar.
Enfocó el blanco y con sorpresa y admiración comprobó que era un centro perfecto.
“¿Co… como…?”
“Dije sin preguntas”.
Y así, simplemente, el genio de la botella sopló y Roberto comenzó a aprender como ser un tirador de precisión.
Se preguntaba una y mil veces que estaba sucediendo. Algo muy extraño lo desvelaba y muchas veces, sin que nadie lo notara se levantaba a media noche y se sentaba en el sillón del living tratando de desentrañar el misterio.
Día tras día fue aprendiendo los secretos de un tirador profesional. La posición de tiro, la distancia, la curva de caída del proyectil, la influencia del viento. Día tras día se fue convirtiendo en lo que siempre había querido ser.
No sabía si estaba feliz o no. Pero seguía.
Un día disparó y el centro fue perfecto. Miró sonriente a su maestro y este le indicó que hiciera un nuevo disparo.
Tomo el arma. Lo apoyó suavemente en el hombro y lo levantó con delicadeza. Ajustó la mira y disparó. La bala fue a incrustarse justo en el centro empujando al disparo anterior. Un solo orificio.
Remigio tomó el arma, la desarmó, la colocó en la valija, y sin decir palabra se fue caminando por el camino de grava que había traído a Roberto por primera vez. Tal vez su renguera era un poco más notable. Cuando llegó a la salida, antes de desaparecer, le gritó “Terminó… ya estás listo”.
Los otros tiradores comenzaban a llegar y el hombre se perdió entre un grupo que venía con sus pequeñas armas haciendo bromas y riendo.
Roberto no supo que hacer. Fue hasta el bar y pidió un café. El corazón le latía más de lo acostumbrado.
Continuó yendo a practicar con su ahora pequeño rifle. Los demás se asombraban cuando lo veían hacer un blanco tras otro. Era evidente que había aprendido.
Pero algo muy adentro suyo le decía que algo faltaba, que todo esto no estaba completo.
Comenzó a comprender cuando sorpresivamente vio aparecer a Remigio en el tiro. Se apostó a su lado y aparentando que estaba disparando le habló muy quedamente.
“Esta tarde en el café del bajo… te espero”.
Hizo unos cuantos disparos más, guardó el arma y se fue silenciosamente como había venido.
“¿A… a… a que hora?” Alcanzó a preguntar.
Remigio levantó una mano y abriéndola sin mirarlo le mostró los cinco dedos.
Estuvo nervioso hasta que se hizo la hora.
Dio una escusa vaga en su casa que nadie escucho y a la cinco estaba sentado en el café.
Unos minutos después llegó Remigio.
Se sentó, le hizo una seña al mozo para que le trajera dos cortados y se acomodó en su silla.
“Escuchame Roberto, te voy a contar algo que nadie sabe, espero que seas lo suficientemente prudente como para no repetirlo con nadie ¿Me entendés? Con nadie… tampoco me interrumpas… después me preguntás lo que quieras”
Roberto asintió con la cabeza.
“Hace tiempo”, comenzó, “mi vida era muy distinta a lo que es ahora. Mi nombre no era Remigio y me movía en otro ambiente. Te habrán sorprendido mis conocimientos de tirador. Bien esa era mi profesión. Lo había aprendido de mi padre y él del suyo. Yo no he tenido descendencia. En mi profesión nunca fue recomendable tener familia. Mi habilidad con las armas me fue dando un lugar especial entre ciertas personas. Me indicaban algunos trabajitos que yo me encargaba de cumplir sin inconveniente. Es sabido que nadie puede escapar a un franco tirador. Sólo es cuestión de paciencia. Por más cuidado que tenga, la víctima, en algún momento va a tener un descuido, va tener que desprotegerse. El problema fue que un día me pusieron una trampa. Y yo, que siempre fui totalmente cuidadoso, que medí cada paso, cometí un error y quedé atrapado. Siempre tomé precauciones y eso fue lo que me salvó. Recibí varios disparos en la pierna derecha, evité la hemorragia y pude salir de atolladero sin más problemas. Posteriormente me encargué de los que me habían querido atrapar, pero eso ahora no importa. Lo que realmente interesa fue que me di cuenta de que me estaba poniendo viejo y peligroso para algunos que no querían que nadie conociera sus secretos. Y como me di cuenta que ya no planificaba las cosas como antes, decidí retirarme. Con mi trabajo junté el suficiente dinero como para no tener problemas. Cambié algunas cosas en mi apariencia, modifiqué mi nombre y me alejé por completo de los círculos que normalmente frecuentaba.”
Había largado todo de golpe, como si se hubiera sacado un peso de encima.
Respiró profundamente y continuó ya más pausadamente.
“Cuando me encontré con vos y me contaste tu sueño todo volvió sobre mi burbujeando como una botella de champaña. Me sentí con ganas otra vez. Volví a sentir que estaba vivo”
Roberto fue a responder pero Remigio lo detuvo con un ademán.
“Ahora viene lo más importante. ¿Querés cumplir con tu deseo? Este es el momento. Lo he
 estado estudiando y es tu oportunidad”

Roberto escuchaba asombrado.

“Mañana el presidente va a inaugurar unas escuelas, que ya inauguró por cuarta vez. Es un terreno que conozco muy bien. Podrás apostarte en un edificio cercano que está abandonado, lo suficientemente lejos como para que puedas irte sin que nadie repare en tu presencia. No podes errar. Yo voy a dejarte el arma en la valija, como siempre, en el piso superior, después que lo hayas hecho volvé a dejarla en el mismo sitio, yo me encargo de recogerla cuando no haya peligro… ah, y por las dudas… usa guantes… estos son muy delgados y no vas a perder sensibilidad” y le extendió un pequeño recipiente de plástico en cuyo interior se adivinaban unos guantes de látex.

Roberto sintió como la adrenalina corría por todo su cuerpo. Siempre creyó que su idea era algo loco que se le había ocurrido. Sin embargo estaba pasando. La oportunidad de su vida. Siempre había vivido pensando en los demás, postergando sus sueños ¿Este era el premio por todos sus desvelos? No podía creerlo. Pero Remigio estaba ahí y lo tomaba o lo dejaba. Pensó en su vida, en lo que había sido y lo que era ahora. Se sintió rejuvenecer hasta ese tiempo en que todos somos románticos. Y se dio cuenta que por primera vez en la vida iba a ser el. Iba a dar vuelta la historia, iba a incidir en su vida y en la de todos. Sintió esa sensación de omnipotencia. La vida o la muerte. Descubrió que por primera vez en su vida se sentía verdaderamente feliz. Remigio era el genio de la botella.
No quiso preguntar demasiado. Simplemente algunos detalles como la ubicación del edificio y la hora. Cuanto tiempo antes le convenía estar en el lugar y si ir con el auto o con un transporte público.

No se despidieron. Cada uno se levantó y tomo para su lado sin agregar una palabra.

Era el momento. Al fin los sueños se cumplen, pensó Roberto.

Esa noche durmió inquieto. Su mujer protestó una o dos veces pero luego el sueño fue más fuerte que ella.

Ese día se levantó temprano. No quiso desayunar. Tenía miedo que le cayera mal.

Salió y como todos los días, nadie le prestó atención.

El viejo está embalado con su chiche nuevo. Seguro se va al tiro, pensaron. Nadie se fijó que esta vez no llevaba su arma.

Tomó el subte hasta una estación intermedia. Caminó dos cuadra y tomo un colectivo. A esa hora estaba semivacío y pudo sentarse.

Fue viendo pasar casa tras casa pero no les prestaba atención. Iba concentrado en no olvidar ningún detalle.

Se bajó en un sitio donde casi todas las fábricas que rodeaban la zona estaban aun cerradas. Un patrullero paso por al lado suyo y se detuvo en una cafetería, en una esquina. Los dos policías bajaron a tomar el cafecito de la mañana.

Caminó lentamente unas cuadras y cuando vio la oportunidad se metió entre los chapones que cerraban el espacio en donde se había estado construyendo un edificio de varios pisos. Evidentemente estaba abandonado.

Se dirigió decididamente hacia la escalera central y trepó por ella saltando de dos en dos los escalones. Se sentía joven otra vez.

Llegó a la parte superior y observó el panorama. Efectivamente desde allí se veía con facilidad el palco que habían armado para el evento.

Miró a su alrededor pero no pudo ver nada. El arma, la valija… No estaban… ¿Qué es todo esto? ¿Me tomó el pelo? Se sentó y trató de comprender.

Estuvo un rato tratando de desentrañar ese rompecabezas y de pronto se dio cuenta. Le había dicho el último piso, no la terraza. Se paró de un salto.

Corrió escaleras abajo y antes de llegar al final ya la había visto. Allí, solita, esperándolo estaba la valija que el conocía muy bien.

La abrió con desesperación y allí estaba. Reluciente. Evidentemente había sido cuidadosamente repasada, lustrada, aceitada, como para que no hubiera posibilidades de falla.

Respiró profundamente. Se sorprendió pero estaba tranquilo. Se sentó contra una columna y desde un lugar de privilegio observó el lugar y los alrededores. Remigio había tenido la precaución de dejarle un largavista junto al arma con lo que el trabajo se le facilitaba.

Pudo ver como se iba amontonando la gente. Algunos que evidentemente pertenecían al partido se fueron ubicando en sus lugares o conversaban entre sí.

Una sonrisa asomó cuando vio a los encargados de la seguridad. Distribuidos “estratégicamente” suponían que iban a poder proteger al primer magistrado. Lindo chasco se iban a llevar.

A medida que iba llegando el momento comenzó a sentir un hormigueo interior que no sabía si atribuirlo a la ansiedad o al nerviosismo. Lo desecho con un ademán y prolijamente se dedico a ensamblar el arma.

Colocó cada pieza en su lugar como si lo hubiera hecho toda la vida. Había un cargador con todos los proyectiles pero no se apuró en colocarlo. Ya habría tiempo. Controlo el seguro y la mira telescópica. Un gordito caminaba llevando un cartel cerca del palco y le sirvió de referencia.

No había pasado media hora cuando sintió las sirenas.

Sintió que todo su cuerpo entraba en tensión.

Siguió los movimientos con el largavista, si bien estaba lejos no quería que un brillo casual lo delatara.

Una limusina negra ocupó el centro de la acción y de ella bajó el futuro blanco. Lo vio subir al estrado. Antes se detuvo a apretar unas manos, besar unos niños que le alcanzaron. Uno de ellos lloraba sin entender que sucedía. Lo de siempre.

Se acomodó frente al micrófono y con la mano en el pecho, al típico estilo norteamericano, entonó las estrofas del Himno Nacional.

Roberto en ese momento sintió rabia, mucha rabia.

Manoteó y colocó el cargador.

Sacó el seguro. Tomó apoyo. Hizo un último control del viento y enfocó con la mira.

Un solo disparo y ¡Pum! Todo se acababa.

La cruz central recorrió lentamente al público, la comitiva y se centro en el individuo que comenzaba a decir las mismas palabras que repetía sistemáticamente en cada acto.

Desde donde estaba Roberto lo veía gesticular pero no escuchaba lo que decía.

Apuntó cuidadosamente. La víctima sonriente agradecía los aplausos. Corrió el percutor y colocó su dedo en el gatillo.

No podía fallar.

Esperó un instante.

El blanco se movió cambiando el ángulo.

Volvió a centrar la mira sobre la cabeza del disertante.

Lentamente fue oprimiendo el gatillo.

Era el momento oportuno y sin embargo, en ese instante, se dio cuenta que todo no era como lo había imaginado.

No podía matar un animal mucho menos un ser humano. No podía ni debía. Su vida de trabajador, su tiempo de familia le había enseñado a respetar aun al peor enemigo. Las fantasías son eso, fantasías, pero nada más.

Comprendió que no era tan fácil matar. El al menos no lo iba a hacer.

Lentamente fue bajando el arma. La miró como si nunca la hubiera visto. Recién en ese momento tomó conciencia de lo que estaba haciendo.

Dos lágrimas recorrieron su curtido rostro, mientras volvía a desarmarla y colocaba todo en su sitio. Acomodó el largavista. Ya no le interesaba mirar. Guardó los guantes en el bolsillo. Dejó la valija tal como Remigio le había indicado y bajo cansinamente, escalón por escalón, piso por piso.

Llegó a su casa con una sensación entre culpa y alivio.

No estaba seguro de que era lo que sentía.

Por suerte la familia no estaba. Probablemente su esposa había ido a comprar alguna cosa para el mediodía.

Se sirvió un vaso con agua, tenía la boca reseca, y se dejó caer en el sillón.

Casi por costumbre encendió el televisor.

Al principio no le prestó atención pero de pronto lo vio.

Una pantalla en rojo con letras catástrofe y una voz en “off” que en tono dramático exclamaba:

“¡URGENTE! Hace minutos un disparo hecho a la distancia terminó con la vida del presidente”. El locutor entusiasmado por la noticia la repetía como para captar la atención de cualquiera.

Roberto no entendía nada. Cambió de canal y todos estaban enloquecidos con la misma noticia. Algunos habían filmado el momento en que el mandatario se desplomaba, inerte ante la sorpresa y el temor del poco público que lo rodeaba, y se empecinaban en repetirlo, morbosamente, una y otra vez.

Todos corrían nerviosos sin saber que hacer.

Roberto se quedó como hipnotizado mirando a los policías que rodeaban al cadáver con sus escudos absurdos, las ambulancias que hacían sonar su sirena sin saber por qué.

Escuchaba al locutor pero ya no le importaba lo que decía.

El sonido del celular lo sacó de su estupor.

Atendió casi automáticamente sin quitar los ojos de la pantalla.

¿Si?

Del otro lado una voz conocida exclamó:

“Yo sabía que no ibas a poder”


Luego el silencio.
Alberto O. Colonna
2013

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